En el capítulo anterior, abordamos el War Room del Irak de Saddam Hussein. Este se distinguió por su enfoque multidisciplinario: desarrolló la economía y la industria militar mientras mantenía a su población unida bajo un enfoque secular e identitario. Sin embargo, al otro lado del tablero geopolítico, encontramos un modelo opuesto: el régimen del Ayatollah en Irán, un enemigo acérrimo de Hussein.
La República Islámica de Irán, conocida previamente como el Estado Imperial de Persia, vivía bajo el gobierno de múltiples dinastías, culminando con la dinastía Pahlaví donde gobernó el Sha, un monarca que abrazó la occidentalización con la llegada de Mohammad Reza tras el golpe de Estado de 1953, mantuvo una estrecha alianza con Estados Unidos. Sin embargo, un hombre desafió esta situación: Ruhollah Khomeini, clérigo chiita nombrado «Ayatollah» en 1950, cuya visión del mundo confrontaba directamente ese modelo. Su War Room desarrolló una política centrada en liberar a Irán del “Gran Satán”, y convertirse en el faro del chiismo, una de las ramas del islam más importantes, en Medio Oriente.
El desarrollo de una revolución desde el exilio
El estratega militar Sun Tzu en su libro El Arte de la Guerra, señala que “conocer el terreno es vital para el éxito”. En la década de 1970, Khomeini adoptó esta enseñanza con astucia. El mensaje que transmitía Khomeini pudo costarle la vida, por lo que desde el exilio, primero en Irak y luego en Francia, observó atentamente la creciente insatisfacción de los iraníes hacia el régimen del Sha para monitorear el clima social y político a través de una red de información. El rey era percibido como símbolo de represión política, corrupción e injerencia occidental, lo que terminó siendo intolerable para la vida en Persia.
En su refugio, Khomeini convirtió su War Room en un centro de comunicación clandestina. El Sha tenía apoyo militar y económico estadounidense, pero no respaldo popular real, por lo que su estrategia consistió en armar una campaña subversiva, empezaría con grabaciones en casetes donde difundió mensajes llenos de fervor religioso y promesas de justicia. Estas grabaciones, que viajaban de mano en mano, encontraron eco en un pueblo ávido de cambio. El mensaje fue escuchado por miles de iraníes aumentando la popularidad de Khomeini, por lo que los cimientos del régimen comenzaron a tambalearse. Protestas masivas estallaron, paralizando el país hasta que, finalmente, el Sha huyó en 1979. La revolución, diseñada con precisión desde el War Room, se había consumado.
Decidir lo urgente y lo importante
Priorizar las acciones que debiliten a tu enemigo es vital para mantenerse como la única fuerza en pie. Para Khomeini, las prioridades estaban claras: consolidar el poder y neutralizar a cualquier opositor. Mientras las protestas aumentaban su intensidad, su War Room se centró en acciones específicas para desestabilizar gradualmente el régimen del Sha y poner en jaque al gobierno. Una de las estrategias que se priorizó fue la huelga indefinida en el sector petrolero, paralizando el corazón de la economía iraní. En solo un año, el Sha se vio obligado a rendirse.
Estas acciones, simultáneamente urgentes e importantes, debilitaban al enemigo mientras fortalecían la legitimidad de Khomeini como líder espiritual y político. Cada movimiento estaba diseñado para mantener el control de la narrativa y movilizar a las masas sin recurrir a un conflicto armado directo que pudiera poner en riesgo su posición y su liderazgo.
Los retos de gobernar tras la revolución
Con el régimen del Sha derrocado, comenzó una nueva batalla: la de mantener la revolución viva en un país fracturado por la crisis. El War Room adoptó medidas drásticas: eliminar a los leales del antiguo régimen, purgar todos sus elementos y enfrentar tensiones con los países vecinos. En este contexto, las críticas internacionales eran un ruido secundario frente a la prioridad de regenerar la nación bajo los principios islámicos.
Cuando en 1980 Saddam Hussein invadió Irán, caso que analizamos en el capítulo anterior, el conflicto se presentó como una oportunidad para consolidar la identidad chiita. A diferencia de la narrativa secular iraquí, Khomeini proclamó la guerra como una causa sagrada. Esta retórica unificó a las fuerzas chiitas y permitió a Irán resistir incluso ante la presión de potencias extranjeras. El War Room planificó una resistencia prolongada, mientras su equipo de propaganda se enfocaba en construir una narrativa de heroísmo, resistencia y de amor al líder, esta última acompañada de canciones como la conocida «Allahu Akbar, Khomeini Rahbar».
Construyendo un legado y enfrentando consecuencias
La máquina propagandista del War Room del Ayatollah de Irán tachó a Estados Unidos como el “Gran Satán” y sus aliados como «Pequeños Satanes» o «aliados de los intereses imperialistas», siendo una narrativa poderosa que también afectó a las naciones suníes, otra de las ramas más importantes del islam, que toleran la presencia de Occidente. Estados Unidos se convirtió en el enemigo omnipresente, mientras Irán se posicionaba como el guardián del verdadero islam. Este discurso no solo consolidó el apoyo interno, sino que también justificó el respaldo a grupos afines a sus objetivos como Hezbollah, extendiendo su influencia en la región.
Con la muerte de Khomeini, su sucesor, Alí Jameneí, tomó las riendas del War Room, manteniendo vivo el espíritu combativo del régimen. Bajo su liderazgo, Irán intensificó su programa nuclear el cuál comentamos en el capítulo 6 de nuestra serie Ideologías en la Lucha Geopolítica, desafiando el creciente aislamiento internacional y reafirmando su lugar como un actor clave en la geopolítica del Medio Oriente.
En el siguiente capítulo, nos trasladamos a Rusia para analizar el War Room de Vladimir Putin, veremos como un estudiante, que logró entrar a la KGB, ideó sus estrategias para consolidar su régimen enfrentando los desafíos postsoviéticos.