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Protesta del 15 de octubre: reactivación del descontento juvenil y erosión del orden político

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La protesta ocurrida el 15 de octubre en Lima representa un síntoma inequívoco de la crisis de representación y legitimidad que atraviesa el sistema político peruano. Lo que inicialmente fue una convocatoria de colectivos juveniles, bloques universitarios y gremios sociales terminó derivando en enfrentamientos violentos con la Policía Nacional del Perú (PNP) en el corazón del Centro Histórico. La concentración en los ejes de Abancay, Plaza Francia y Parque Universitario dejó un saldo de más de cien heridos y un fallecido confirmado, marcando un punto de inflexión en la relación entre Estado y ciudadanía.

La respuesta del Ministerio de Salud (MINSA) dio cuenta de la magnitud del evento: 15 manifestantes fueron atendidos en el Hospital Arzobispo Loayza, reportando dos en estado grave, y otros cuatro en el Dos de Mayo, además de diez agentes policiales lesionados. Las cifras difundidas por la prensa internacional amplían el cuadro a más de un centenar de afectados, confirmando el nivel de confrontación registrado en las calles.

Joven que resultó muerto tras las protestas por presunto disparo de un policía.

Un desenlace fatal y la reapertura del debate sobre el uso de la fuerza

El hecho más grave fue la muerte de Eduardo Ruiz Sanz, artista urbano conocido como Trvkoó, alcanzado por un proyectil de arma de fuego cerca de Plaza Francia. Su deceso, confirmado por el Ministerio Público, reactivó el debate sobre la violencia institucional y el uso desproporcionado de la fuerza policial. La Tercera Fiscalía Supraprovincial de Derechos Humanos y Contra el Terrorismo asumió la investigación, ordenando diligencias balísticas y la revisión de material audiovisual, mientras diversos testigos afirmaron haber visto a un civil armado en la zona.

El Ministerio del Interior negó la presencia de personal encubierto del grupo Terna, pero la existencia de versiones contradictorias sobre la intervención revela un problema estructural de transparencia operativa. Este tipo de eventos erosiona la confianza pública y refuerza la percepción de que el Estado actúa con impunidad frente a la protesta social.

La protesta como espejo del malestar político juvenil

Las marchas del 15 de octubre no surgen en el vacío. Son la continuación de un proceso que comenzó con las movilizaciones de noviembre de 2020 y que se reactivó tras los episodios de represión en 2022 y 2023. En cada ciclo, la juventud urbana organizada ha reaparecido como actor central, impulsada por redes digitales, estructuras horizontales y una narrativa de rechazo a la clase política. Este nuevo repertorio de movilización carece de intermediarios tradicionales y refleja la desinstitucionalización del vínculo representativo.

La protesta no responde a un solo motivo, ni a un liderazgo unificado, sino a un malestar transversal con la precariedad social, la desigualdad y la corrupción. En términos políticos, la irrupción de este tipo de movilizaciones evidencia que la crisis de legitimidad se ha desplazado de las urnas al espacio público, donde las calles funcionan como escenario de expresión política ante la impotencia del voto.

El Estado frente al desafío de la gobernabilidad democrática

El Estado peruano enfrenta una disyuntiva compleja: mantener el control del orden público sin criminalizar la protesta o continuar con una lógica coercitiva que agrava la desafección. La actuación de la PNP el 15 de octubre vuelve a poner en cuestión la ausencia de protocolos claros de intervención y la fragilidad de los mecanismos de supervisión civil sobre el uso de la fuerza.

La reacción institucional, centrada en justificar la operación policial, contrasta con la falta de rendición de cuentas inmediata y de una estrategia política para encauzar el conflicto. Este patrón revela una crisis de gobernanza democrática, donde la respuesta estatal se limita al plano operativo y no al diálogo con los sectores movilizados. Si la violencia se normaliza como mecanismo de control, el costo político será alto: pérdida de legitimidad, radicalización del descontento y mayor fragmentación del espacio público.

Dimensión política e implicancias estratégicas

Desde el punto de vista político, la protesta del 15 de octubre debe entenderse como un indicador temprano de recomposición del ciclo de conflictividad social. La emergencia de actores juveniles no institucionalizados desafía la narrativa oficial de estabilidad y exhibe la incapacidad del sistema para absorber demandas en los canales convencionales de representación.

La respuesta del Gobierno, siendo más reactiva que preventiva, pone de relieve la ausencia de un sistema político capaz de procesar el disenso. Si el Ejecutivo no asume el liderazgo en la búsqueda de salidas institucionales, la agenda pública podría desplazarse nuevamente hacia una lógica de confrontación callejera. A mediano plazo, esta dinámica puede derivar en un escenario de crisis política de baja intensidad, donde el desgaste institucional se profundiza sin que medien cambios estructurales.

Conclusión

La protesta del 15 de octubre no solo fue una expresión de indignación social, sino una manifestación política de fondo: la evidencia de que amplios sectores ciudadanos, especialmente jóvenes, ya no reconocen al Estado como mediador legítimo del conflicto. La combinación de desafección política, violencia institucional y ausencia de representación está reconfigurando el vínculo entre ciudadanía y poder.

Si el Gobierno responde únicamente con coerción, la espiral de confrontación podría escalar hacia un nuevo ciclo de crisis. Pero si logra leer el momento con sensibilidad política, asumiendo la protesta como un síntoma y no como una amenaza, todavía podría reconstruir parte del tejido de confianza que la democracia peruana necesita para sobrevivir.

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