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LOS PUNTOS SOBRE LAS ÍES | LA OPINIÓN PÚBLICA: esa señora sin rostro y con altavoz prestado | Opinión

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Vivimos en la era del ruido, cero diálogos; del eslogan, cero argumentos; del trending topic, cero pensamientos. En este teatro global, la opinión pública ya no es una asamblea de conciencias reflexivas, sino un circo de impulsos inmediatos, manipulables y perfectamente domesticados por los encantadores de multitudes, encarnados por los medios, los partidos, los influencer, los activistas de turno y, por supuesto, los magnates del algoritmo.

De Platón, cuya desconfianza hacia el juicio de la mayoría era evidente, podemos extraer que, la multitud no es competente para razonar, sino solo para aplaudir o abuchear, siglos después, el aplauso se mide en likes y el abucheo en bloqueos.

Se supone que la opinión pública debe ser un termómetro moral y político, sin embargo, ha terminado convertida en un termostato manipulado por intereses fatuos, ideologías líquidas y mercaderes de causas.

¿Quién habla cuando habla la opinión pública? ¿Es el ciudadano pensante, informado, libre de presiones? ¿O es el eco de los grupos de presión con su parafernalia de consignas, hashtags y victimismos a la carta? La opinión pública, tan exaltada como recurso democrático, ha sido prostituida por las maquinarias ideológicas que operan con más eficiencia que una fábrica de camisetas en temporada electoral.

La libertad es la obediencia a una ley que uno mismo se ha trazado”, reflexionaba J.J. Rousseau, antes de que lo convirtieran en ídolo de revoluciones que terminaron en guillotina y dictadura. Hoy, sin embargo, la palabra “libertad” ha sido secuestrada por los extremos, para unos, libertad es poder decir cualquier disparate sin consecuencias posteriores, para otros, libertad es imponer su narrativa identitaria, su moral subjetiva y su lógica inclusiva que termina excluyendo todo lo que huela a tradición, familia o sentido común.

Y así, mientras unos agitan banderas de diversidad como quien vende tickets para el show de Shakira, otros venden patria, religión y moralidad como si fuesen baratijas de feria. En medio de esta vorágine, el ciudadano común —ese sospechoso habitual— debe abrirse paso, cual corredor en San Fermín, entre la corrección política, el sentimentalismo militante y las ofertas de redención instantánea.

“Todos los hombres nacen ignorantes, pero solo algunos persisten en ello”, sentenció Benjamín Franklin y vaya que en el siglo XXI la ignorancia -también la complicidad- se han vuelto virtudes del militante, no se lee, se firma; no se argumenta, se siente; no se estudia, se opina. Cualquier intento de análisis racional es tachado de fascismo, elitismo o boomerismo. Y lo peor de todo: ¡con aplausos!

La izquierda progresista ha sustituido a la intelectualidad por memes, al proletariado por capuchinos y a la ideología por un guion de TikTok. El nuevo internacionalismo no une obreros, sino influencers que bailan mientras promueven el desmantelamiento de todo principio civilizatorio. Y claro, todo con el aval de la acomodaticia opinión pública.

Por su parte, la derecha posmoderna se esconde detrás del marketing, del algoritmo, del miedo al “qué dirán” con el eterno afán de no incomodar a nadie. Ha renunciado a la batalla cultural para centrarse en balances fiscales y estadísticas del Riesgo País, sin notar que una nación puede quebrar más rápido por pérdida de sentido que por déficit.

¿Y qué decir de los grandes medios, esos templos del relativismo moral? Se nos vende opinión como noticia, ideología como ciencia y propaganda como pedagogía, todo con estética cool, con lenguaje inclusivo y con una narrativa cuidadosamente maquillada para no ofender a los que viven de sentirse ofendidos, aquellos que son parte de la dictadura de los sensibles que, conscientemente o no, promueven el ocaso del sentido común.

Con esa inmensa claridad de ideas, Octavio Paz en su Laberinto de la Soledad, escribió: “la libertad no necesita alas, lo que necesita es echar raíces”, pero en este presente instantáneo y tecnológico a full, la raíz es sospechosa, poco a poco y sin darnos cuenta vamos abandonando valores y coherencia, como quien adora estatuas huecas vestidas de gloria prestada que, no pasan de ser proyecciones de nuestra propia debilidad.

No cabe duda de que hay que volver a lo esencial, a la virtud sin fanatismo, a la libertad sin histeria, a la política sin circo. Recuperar el respeto por la verdad, por el mérito (sin favores sexuales de por medio), por la cultura del esfuerzo. Urge enseñar que la dignidad no se mide en etiquetas, coches o cuentas bancarias, que no hay derechos sin deberes y, que no toda emoción es argumento.

Es tiempo de decirlo sin miedo, los milenials y centenials deben aterrizar, la generación de cristal debería hacerse de barro, de espíritu y de ideas.

Finalmente, la opinión pública no puede seguir como la caja de resonancia del capricho colectivo, tendría que convertirse, otra vez, en la voz de una ciudadanía adulta, crítica, lejos de la modorra y la anestesia de la desidia.

Porque no se trata de volver al pasado, sino de dejar de huir del futuro con los ojos vendados y el alma vacía, eso sí… siempre a la mano, el teléfono con carga completa…

Mauricio Riofrio Cuadrado

Abogado-Periodista & Consultor Político

2 respuestas

  1. Una crítica mordaz a la superficialidad y manipulación de la opinión pública en la era digital, que invita a reflexionar sobre la importancia de la verdad, la razón y la dignidad en el discurso público.

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