En un mundo que parece extraviado entre la vorágine del relativismo y la imposición de dogmas disfrazados de progreso, la sociedad contemporánea enfrenta una batalla cultural de proporciones colosales. No se trata de una contienda electoral más, ni de la sempiterna lucha entre facciones partidistas, es una disputa silenciosa pero feroz, impulsada por un activismo cercano al fanatismo y al absurdo, avanza sin resistencia, bajo la apariencia de una normalidad inofensiva que, taladra valores y códigos de conducta en una suerte de desafío a la sensatez.
Las grandes batallas de la historia no siempre se miden en términos de victorias o derrotas inmediatas, sino en la firmeza con la que se defienden principios inmutables. Hoy, más que nunca, el mundo exige claridad de pensamiento, valentía para asumir posiciones y determinación para consolidar un modelo de convivencia basado en la razón, el respeto al orden natural y la defensa de valores esenciales: el respeto a la vida, la libertad, la propiedad y el trabajo.
Sin embargo, estos pilares fundamentales están bajo ataque, una ofensiva ideológica pretende subvertirlos con discursos edulcorados que esconden su verdadero propósito: la demolición sistemática de todo aquello que ha sostenido la civilización occidental. Desde el wokismo enfermizo hasta la imposición de un lenguaje inclusivo que deforma la realidad; desde la ideología de género hasta la auto percepción antinatural que desdibuja la biología; desde la romantización de la miseria hasta la construcción de falsos ídolos revolucionarios que, lejos de ser redentores del pueblo, resultaron ser criminales contumaces.
A todo ello, tristemente hay que sumarle la decadencia del sentido y naturaleza de la autoridad que, en una especie de buenísimo exacerbado, ante el conflicto, cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia. El cuestionamiento de estas extravagancias generacionales está proscrito, quien se atreve libremente a contradecir sus ideas es calificado de misógino, homofóbico, racista, xenófobo, nazi y más membretes que configuran patologías mentales de quienes pretenden normalizar formas de comportamiento que, no se ajustan a las conductas naturales del género humano.
El populismo político ha hecho de la mentira su método de gobierno, caracterizado por la oferta barata que nunca se cumple, perpetuando la pobreza y garantizando solo su propia supervivencia, mientras existan pobres contarán con una base sólida de leal apoyo, a través de la consabida escalera del arribismo, que también es esbirrismo, de aquellos estómagos agradecidos, cerebros indocumentados, hígados revirados y necios que, sabiéndose equivocados se dirigen al abismo para caer al vacío.
Mientras tanto, las mafias y la narcopolítica se han infiltrado en los sistemas de poder, corrompiendo hasta los cimientos de la institucionalidad. Los pactos entre revolucionarios y pandilleros que derivaron en GDO y bandas terroristas, están activos tras bastidores, detrás de estos fenómenos, operan insidiosamente los partidos políticos “progres” que acusan y obstruyen gestiones gubernamentales, intervienen en procesos electorales y se dicen defensores de la democracia, pero utilizan el sistema para, desde adentro, socavarlo en algunos casos, manipularlo en otros y sin duda aprovecharse en todos.
Atravesamos una rara época de contradicciones, los pájaros disparan contra las escopetas, los ex guerrilleros juegan a estadistas y fracasan rotundamente porque simplemente no tienen ni la más mínima idea de lo que significa la administración pública, lo cual representa el caldo de cultivo idóneo para gestar las tramas de corrupción más escandalosas en toda la región.
La progresía transita con mucha facilidad por los senderos de la sinrazón, critican al sistema mientras se benefician de él, y cuando dejan el poder, niegan sus desafueros y despilfarro con un histrionismo y desparpajo solo comparables con el cinismo y la ambición de poder que, es parte consustancial de su existencia.
En este contexto la comunicación, en muchos casos, ha dejado de ser un espacio de análisis y debate serio, para convertirse en un espacio comercial de pauta y propaganda. En la televisión, radio, prensa en sus versiones físicas y digitales, no opinan sobre política, sino operan políticamente y desacreditan no solo el mensaje, sino también al mensajero. Al final del día, han quedado opinadores versus operadores, en desmedro del periodismo de verdad, ejercido por muy pocos, tan pocos que se podrían numerar con los dedos de las manos.
La educación se mantiene en crisis, manipulada por la política, ha convertido las aulas en trincheras ideológicas, donde se impone una narrativa sesgada que anula el pensamiento crítico y promueve el prejuicio difamador por encima del buen juicio y el orden constituido.
Todo esto responde a una agenda más amplia, una reescritura de las reglas, una ideología aberrante en contra de Occidente que pretende dinamitar sus fundamentos con los mismos “ismos” que históricamente han causado tanto daño a la humanidad.
Es hora de reaccionar, librar la batalla cultural no es opcional, es un deber ineludible para quienes se rehúsan a aceptar la imposición de un nuevo orden construido sobre falacias, la defensa de la verdad, el rechazo a la manipulación y la restauración del sentido común no es una consigna conservadora, ni reaccionaria, estamos frente a un acto de responsabilidad histórica.
El tiempo de la indiferencia ha terminado.
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