El 12 de octubre no es solo una efeméride histórica, sino una oportunidad para repensar el significado profundo de la comunidad hispánica en el siglo XXI. En un mundo fragmentado y multipolar, los pueblos que comparten lengua, cultura y una raíz jurídica común pueden y deben reconstruir un espacio político, económico y cultural propio. No se trata de mirar atrás, sino de mirar juntos hacia adelante.
El 12 de octubre: más que una fecha, una llamada al reencuentro.
Cada año, el Día de la Hispanidad invita a revisitar una historia que fue mucho más compleja —y mucho más luminosa— de lo que los relatos simplificados han querido mostrar.
El 12 de octubre de 1492 no fue el inicio de una colonización en el sentido moderno, sino el encuentro fundacional de una civilización mestiza, abierta al intercambio, que acabaría articulando tres continentes bajo un mismo horizonte espiritual, jurídico y lingüístico.
Los territorios de ultramar no fueron colonias, sino parte integrante de la Monarquía Hispánica, con instituciones propias, ordenanzas, universidades y órganos de representación. Los virreinatos de Nueva España, del Perú, de Nueva Granada o del Río de la Plata fueron auténticos centros de poder político, económico y cultural, donde florecieron el derecho, la ciencia y las artes.
Desde las Leyes de Indias hasta la Escuela de Salamanca, España impulsó la primera reflexión jurídica universal sobre la dignidad humana, siglos antes de que existiera el derecho internacional moderno.

El legado de los virreinatos: una civilización global y moral.
El mundo hispánico fue la primera civilización que se pensó a sí misma como universal.
Los navegantes y exploradores españoles y americanos —de Elcano a Urdaneta, de Ruiz de Montoya a Malaspina— no solo cartografiaron mares y tierras: conectaron culturas, ideas y pueblos bajo una misma conciencia moral.
La red de universidades, misiones y ciudades fundadas entre Sevilla y Manila, pasando por Lima, Quito, México o Cuzco, formó la primera globalización de la historia basada en el humanismo.
Este modelo fue destruido en parte por la propaganda de la leyenda negra, alentada por potencias que comprendieron el riesgo que suponía una comunidad hispánica cohesionada.
Pero cinco siglos después, la historia vuelve a girar a favor de quienes comparten esa herencia: una lengua viva, una cultura fecunda y una visión del mundo que coloca la dignidad humana en el centro.

La Hispanidad ante el siglo XXI: un eje de cooperación y desarrollo.
Hoy, cuando los viejos equilibrios internacionales se disuelven y nuevos bloques emergen, el mundo hispánico puede redescubrirse como un eje de estabilidad y de futuro.
Más de 600 millones de personas hablan español, comparten un sistema jurídico de raíces comunes, y se reconocen en una cultura que une Europa, América y parte de Asia y África. Esa afinidad es mucho más que un patrimonio simbólico: es una ventaja geopolítica y económica que puede transformarse en una red de cooperación real.
España y el Mundo Hispano tienen la oportunidad de articular un espacio hispánico de concertación política, económica y cultural, capaz de defender intereses comunes en los grandes foros internacionales, impulsar el comercio, la innovación tecnológica y la movilidad académica, y reforzar una diplomacia cultural basada en la lengua y la educación.
Un Consejo Hispánico de Cooperación y Desarrollo, con vocación integradora y flexible, podría servir de marco para este nuevo impulso: una estructura al servicio de los pueblos, no de las ideologías, que devuelva a la Hispanidad su papel histórico como puente de civilizaciones y espacio de concordia.

Una comunidad de pueblos, no un recuerdo del pasado.
El 12 de octubre no debe ser un debate sobre la culpa o la nostalgia, sino una convocatoria a la responsabilidad compartida.
La Hispanidad no pertenece al pasado: es un proyecto de futuro, que puede ofrecer al mundo una alternativa al enfrentamiento de bloques y a la deshumanización tecnológica.
Es, en definitiva, una comunidad de pueblos que se reconocen en su diversidad, su lengua y su destino común.
Quizá el siglo XXI nos esté pidiendo aquello que nuestros antepasados ya comprendieron: que la grandeza no se mide por el poder que se impone, sino por la cultura que se comparte.
Y si tantos quisieron dividirnos, fue porque juntos fuimos —y podemos volver a ser— una comunidad de pueblos envidiable en todo el mundo.
