A más de un año del inicio de la pandemia por COVID-19, en Estados Unidos hay buenas noticias: se han suministrado más de 100 millones de dosis y la cantidad de fallecidos disminuye paulatinamente. Sin embargo, sus logros contrastan con la vacunación en América Latina. Países como Bolivia, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Paraguay o Venezuela podrían con tener acceso generalizado a la vacuna hasta el 2023. Ante al acaparamiento del EE.UU. para vacunar primero a sus ciudadanos, los países latinoamericanos han recurrido a China y Rusia en busca de dosis para contener al coronavirus.
De esta forma. las dos potencias, rivales políticos de Washington, tienen oportunidades de crecer su influencia en la región. Para los países más pobres y con una necesidad urgente de empezar a vacunar a su población, lo anterior les resulta poco relevante.
Así pues, Argentina fue uno de los primeros países en recibir la vacuna rusa Sputnik V, junto con México. La decisión de este último de comprar las dosis rusas llamó la atención, teniendo en cuenta que el país es uno de los principales socios estadounidenses. Pero, la compra tiene bastante sentido. La Casa Blanca anunció que no compartirá vacunas con su vecino del sur porque tiene como prioridad a los estadounidenses. Mientras tanto, Brasil, otro aliado de EE.UU., se ha visto obligado a buscar vacunas en otros lugares. El país ya administra tanto la vacuna Sputnik V como el preparado chino de Sinovac. En la costa del Pacífico, Perú y Chile han optado por vacunas chinas como las de Sinopharm y Sinovac, respectivamente, además de existir negociaciones para adquirir las dosis del laboratorio Gamaleya.
En esta situación, el presidente Biden busca hacer un contrapeso. Anunció que se donaran 4 mil millones de dólares al mecanismo Covax Facility para llevar las vacunas a los países más necesitados. Aún así, la medida resulta insuficiente porque el problema no es el dinero, sino la producción masiva, una capacidad con la que pocos países cuentan.